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Quizás hallemos múltiples maneras de expresar un sentimiento, una manera de vivir, de compartir y de forjar relaciones individuales, familiares o grupales, de contar efectos y connotaciones que finalmente subyacen en el interior de las personas, entendidas, también, como argumentos que, de alguna manera, sobrevuelan la propia esencia, la idiosincrasia de los pueblos.

Tal vez, hablar de Semana Santa en Lucena pertenezca a esa asociación de ideas, de sensaciones, que parecieran no hallar términos, conceptos o definiciones adecuadas, concretas, que la identifiquen, cuidando el más mínimo elemento, ese otro detalle que la singulariza y la identifica en cada frase de palabras precisas, en un poema de versos octosílabos que quiebra el ritmo acompasado de nuestros corazones.

Convendrán conmigo en que hablar de Semana Santa, de Cofradías y de Santería, con todo lo que ello conlleva y la caracteriza, es como una enorme paleta cromática de tonalidades diversas, de matices, de componentes que, sin lugar a dudas, no dejan de sorprender al visitante. Así la entiendo yo, tan igual y tan diferente en cada municipio de la geografía andaluza y en cualquier lugar del mundo.

 

 

Lucena, en esa amalgama de connotaciones, respira a otro ritmo, acompasado en una estética cuidada que despierta azahares y olores de siempre. Lucena escribe de manera acentuada, intensa y multitudinaria, cada renglón para una Semana Santa repleta de experiencias renovadas. En medio, un abanico de escenas que cada año se ofrecen diferentes, instantáneas que dibujan nuevos lienzos a la vida que avanza inexorable a la aparente quietud de los tiempos y, en el olvido que no perece, aquellas otras que desde la imborrable retina del recuerdo se alejaron hasta horizontes añiles, en una añoranza que siempre cobijará entrañables momentos.

Lucena entra por derecho propio en ese grupo singular de municipios que preservan un legado popular hasta conformar y cuidar viejas costumbres y tradiciones que, con el paso de los años, siguen respirando ecos de una historia que, en gran medida, no yerma entre párrafos de viejas hojas que parecieran argumentar etapas pretéritas y conclusas.

Hablar de Lucena es, al mismo tiempo, hablar de santería, que es mucho más que una forma peculiar, muy peculiar, de procesionar las Imágenes Titulares de la Cofradías lucentinas, en una estación penitencial que arranca momentos que identifican la excepcionalidad de una tradición única. Es una manera de entender nuestra particular idiosincrasia, de construir hábitos que fluctúan y conservan, al mismo tiempo, su auténtico carácter, sus raíces; no arrastran el paso de los siglos, más al contrario, lo dulcifican y siguen secuestrando, desde el presente, gruesas líneas al futuro, para afianzarse al paso de cada periodo que mesurado, discreto tal que pareciera ausente, arranca trocitos a una historia de civilizaciones milenarias.

Ser santero en Lucena es también una manera de arraigar la esencia, la verdadera naturaleza que, al mismo tiempo, se identifica como una actitud ante los retos, las oportunidades que brinda el presente y el futuro a Lucena.

 

Pero, en mi humilde opinión, no debemos entender la Santería sin las Cofradías, dos modos de sentir, de vivir, que, siendo o pareciendo paralelos en su concepción, han de converger para enaltecer nuestra Semana Santa. Ser cofrade y santero, cada vez más interrelacionados, para construir espacios a una Semana Santa peculiar. Son muchos los cofrades que sienten sobre sus hombros el “crujir” y el peso de la “maera”. Es una manera de defender modelos locales desde una perspectiva más arraigada en el perfil cofradiero.

Ahí, igualmente, radica gran parte de la singularidad de nuestra Semana Mayor. Si bien la manera de procesionar a hombros de los santeros es relativamente reciente, segunda mitad del siglo XIX, ya que con anterioridad se hacía a “correón”, pues la Santería también se somete a una continua y ordenada evolución; la figura del santero ha perdurado en el devenir del tiempo, como una manifestación pública de fe y de conversión. Lucena hunde razones en un pasado judío, sefardí y de tres culturas que, en mi opinión, han podido ser determinantes o cuando menos decisivas e influyentes en el actual concepto santero. Al que cabe anexar de manera vinculada, el sonido, el “quejío” que desgarra el “Torralbo”, el tambor o la campana, entre tantas otras, sin cuya participación no se concibe la Santería o las Estaciones Penitenciales, dando un toque diferenciador que aglutina “sabores y olores” para perfumar aires que visten de luz cada rincón de esta tierra.

No seré yo, en un vano intento de utilizar variados tonos literarios, quien venga en reflexionar sobre el estado actual de la Santería, con datos al futuro más inmediato, pues mi más que discreta trayectoria y conocimientos se ciñen a sendos Vía Crucis,  algún que otro “horquillo” y “saeta de santería”, como personalmente me gusta llamar al cante en las juntas de santeros, y a las vivencias personales con mi hijo, que siente con desmedida intensidad este mundo santero y cofrade, así como a los tambores de los Plaza, que hablan allá en las alturas del cielo; sin embargo, estoy convencido del relevo y la multitud de personas, jóvenes, que sienten esta pasión por un mundo que goza de buena salud pero que hemos de seguir cuidando para que continúe creciendo.

 

 

De igual modo elogio el trabajo para obtener la declaración de Bien de Interés Cultural, así como la abnegada y permanente labor de los cofrades lucentinos para seguir construyendo espacios de convivencia, de tolerancia, de solidaridad y cultuales en torno a sus Titulares. En ese otro perfil de las estaciones penitenciales, está la Santería que, igualmente, tiene solventes connotaciones de relaciones personales, que vienen, de alguna manera, a realzar la singularidad de nuestra Semana Santa, en particular, y de la manera procesionar, en general. En ello subyace, asimismo, el concepto de las “Juntas de Santeros”, que, en mi siempre humilde y más que discreta opinión, caminan en una senda y dirección idóneas para garantizar la vitalidad de nuestra seña de identidad tan arraigada en la realidad local.

Lucena se dispone a vivir nuestra Semana Mayor y lo hace en la certeza de que sigue ofreciendo una muestra inquebrantable que alimenta la llama a un testimonio, a una manera de entender y compartir, desde dentro, la religiosidad popular, en las distintas manifestaciones cuaresmales y en la presencia de las procesiones en la calle, verdaderamente excepcional. Una vida para seguir regalando motivos a una tierra que, sin duda, brilla con luz propia.

Concluyo con una dedicatoria a este, mi primer horquillo literario, al cofrade del Amor más pequeño, a mi nieto, destello renovado en una pasión sin límites, a mi hijo, en el deseo de que haga una gran santería y al varal del manijero, probablemente el santero más veterano de este año, 59 años y con la misma ilusión del primer día.

Ya suena el Torralbo, los tamboreros dispuestos a contar los “palillazos” que marcan los cánones y la campana lista para tocar y abrir el pórtico de la parroquia de San Mateo. ¿Estáis?

Puestos.